viernes, 27 de mayo de 2011

Estafados

Me estiré como pude hacia la mesilla que tenía delante, donde descansaba el mando a distancia, y con un gran esfuerzo conseguí alcanzarlo con mi mano izquierda. Me acaba de despertar de la siesta y en esas circunstancias mi cuerpo era tremendamente pesado. Logré, casi milagrosamente, encender el televisor y tras un zapping lento pero intensivo, decidí quedarme en la cadena autonómica.

La cadena autonómica es de carácter público. Esto quiere decir que parte de los impuestos de los ciudadanos de esta, mi región, van destinados a la programación de dicha cadena televisiva. En el moderno sistema capitalista y según el economista Kart Polanyi esto recibe el nombre de redistribución. Como decía, una gran parte del dinero de nuestros impuestos se destinan a mantener el gobierno (sueldos, coches oficiales, trajes – sean de sastres valencianos o italianos - y demás utilidades imprescindibles para el buen ejercicio de la política), pero una parte de los mismos nos revierte en forma de educación, seguridad social, construcción de carreteras y ocio. En este último apartado entra la televisión, por supuesto. Ocio y entretenimiento para todos. En la Antigua Grecia tenían un concepto algo peculiar del ocio: arrojaban a los desechos de la sociedad al anfiteatro para que se mataran entre ellos, mientras la gente decente vitoreaba en las gradas. Tras más de veintiún siglos de historia tampoco es que hayamos evolucionado mucho: ahora lanzan la escoria al ruedo virtual (televisión) y los más nobles siguen aplaudiendo cómodos en casa. Eso sí al bochornoso espectáculo lo dotan de un nombre rimbombante y orwelliano: Gran Hermano.

Siguiendo con el denostado y vilipendiado capitalismo tengo que admitir que dentro de él (¿acaso se sitúa algo fuera de sus tentáculos?) hay lugar para el amor. Existen, de nuevo en términos polanyianos, los llamados intercambios recíprocos, que serían los intercambios que caracterizan las relaciones más amistosas o fraternales. Como cuando tus progenitores te pagan una existencia magna: vivencia, educación, vestimenta y alimentos. Como el “Papá Estado”. Eso sí, nuestra mentalidad de mercado (innata en el siglo XXI y en las venideras generaciones) hace aparición en forma de comentarios sobre el alto coste de criar hijos bastardos: “Te hemos dado todo lo que se puede comprar”

Atraído por la curiosidad del destino de mi dinero reposé mi mirada en el espectáculo que ofrecía la transmisión regional. No sin sorpresa, pude dilucidar que aquello que estaban emitiendo no eran bárbaras tertulias, ni corridas de toros, ni partidos de fútbol. Era ¡magia! (Sí, era magia; tanto que no estuvieran televisando toda esa mierda como que era lo que retransmitían)

El mago era un hombre adulto, de unos cuarenta años, alto, gordo y moreno. Iba enfundado en un traje negro, con chaleco y corbatas oscuras. Yo echaba de menos la típica chistera. No me imagino a un cocinero sin el delantal y la cofia, como no concibo a un mago sin chistera. Supongo que los tiempos cambian y los estereotipos se disuelven. El caso es que el gordo este hacía de todo: desaparecía y aparecía del plató como si nada, cortaba a bellas mujeres enclaustradas dentro de una caja por la mitad con una espada, se tiraba a un recipiente enorme y lleno de agua encadenado de pies y manos…

Observaba perplejo aquellas artimañas mágicas y alucinaba. No podía creer que aquello tuviera explicación razonable, plausible y creíble. Pero así lo anunciaban en el programa: “Después de la publicidad ofreceremos todos los secretos de nuestro mago”

Así que me levanté hasta la cocina, abrí la puerta de mi nevera y me serví una cerveza fría. La cerveza y la pornografía por Internet siempre son buenos aliados (que se lo pregunten a la generación ni-ni). Volví al salón y me senté de nuevo en la misma posición que ocupaba. El ser humano es un animal raro. Aunque viva en soledad o aunque no tenga que dar explicaciones a nadie de sus comportamientos, opta, una y otra vez por hacer lo mismo. Somos esclavos de la rutina. No podemos vivir sin ella, sin nuestra manías; las mismas que me obligan, inconscientemente, a sentarme una y otra vez en la misma posición del sofá, con lo largo, grande y jodidamente caro que me costó.

Pensé que la televisión autonómica debía generar unos interesantes ingresos (más que los míos seguro) porque seguían emitiendo anuncios de productos estúpidos. Pasados los quince minutos ya me había bebido la cerveza, pero la expectación, y sobre todo, la vagancia, me impidieron ir a por más que suavizara aquel encuentro con “el otro lado” de la magia. Tras otro par de anuncios de utensilios dispendiosos e inútiles reanudó el show. Allí estaba el especialista, ahora vestido de sport, chaquetilla de chándal y pantalones cortos, dispuestos a desenmarañarnos los encantos que se escondían tras sus trucos. Y efectivamente, así lo hizo. Uno por uno fue destripando sus actuaciones.

Primero la chica cortada por la mitad, un fake. Era una contorsionista que en el momento de entrar en la caja, se retorcía sobre sí misma en uno de los lados y cuando el mago introducía la espada por la mitad, ésta ya estaba a salvo.

Luego siguió con sus desapariciones, todo producto de la ingeniería televisiva. Al parecer es posible hacer creer al espectador que una persona está y no está presente al mismo tiempo. Vamos que el ser humano ha sido capaz de traspasar la frontera del espacio/tiempo.

Todo tenía explicación. Me sentí estafado. Me acordé de cuando era niño y pensaba que mi padre era capaz de hacer llover, de parar tormentas y sacar el Sol a pasear. Cuando creía en los Reyes Magos. Decía un nazi (perdonen que pierda el tiempo en buscar su nombre) algo así como que si repites una mentira muchas veces la gente se lo acaba creyendo. Pues yo juraría que vi a los Reyes ¿Magos? una noche del seis de Enero. A los tres, con sus camellos y sus regalos a cuestas, entrando en el salón de mi antigua casa.
Me acordé de mi madre, de sus paellas los domingos (seguramente precocinadas) y de cuando me enseñó a montar en bicicleta. “Corre, corre, que yo te sujeto” decía, siempre con una sonrisa en la cara. Pero me giré y no estaba allí. Es cierto que pude recorrer algunos metros sin su ayuda, pero me había mentido. No estaba detrás de mí. Y la ostia fue inevitable. Inevitable y dolorosa.

La vida son todo apariencias. Tipos bien vestidos que hacen trucos. Tipos de chaqueta y corbata que juegan con las ilusiones de la gente trabajadora. Gente trabajadora que lleva toda la vida atravesando un camino de decepciones y desencuentros. Y cuando pierdes la esperanza, cuando no puedes confiar en tus propios padres, aparecen otra vez esos mismos tipos de chaqueta y corbata, ahora en bermudas en su playa de aguas cristalinas, diciéndote que son los amos del universo porque conocen los trucos de la vida y que debes trabajar más y más para que ellos puedan seguir disfrutando de sus privilegios. Y aunque sepamos que eso que hacen no es magia, que son artimañas, argucias y manipulaciones televisivas, volvemos a contemplar el espectáculo embelesados, como si fuera mágico.


Me levanté del puto sillón de 985 euros y realicé el mismo itinerario que antes. Agarré otra cerveza y volví frente al televisor.

martes, 10 de mayo de 2011

En terapia

Spaski se incorporó sobresaltado. Un estallido ensordecedor inundó su habitación. De no saber que su vecino de arriba es gilipollas y tira las pesas contra el piso habría jurado que aquel estrépito era una bomba afgana.

Todas las tardes, a eso de las siete, el fornido habitante fronterizo lleva a cabo una sesión de musculación. Levanta pesas y mancuernas alrededor de una hora. En ocasiones, como la presente, deja caer el peso hacia el suelo y el sonido que produce perturba cualquier atisbo de paz. Aunque la paz no sea algo que conviva habitualmente con Spaski.

Antes del abrupto despertar, soñaba intensamente con su prima. Hacía años que no la veía, exactamente desde el decimonoveno cumpleaños de ésta, pero aparecía recurrentemente en sus fantasías oníricas. Era algo que tenía que solucionar con su psicoanalista cuanto antes. No tanto por el supuesto “trastorno neurótico infantil” que padecía (en palabras de la experta) sino por el desembolso económico acarreado tras cada sesión, que hacía tiritar su cuenta corriente.

Spaski miró el reloj y eran exactamente las 19.28. Se vistió rápidamente y apuró una lata de cerveza que posaba sobre su escritorio.
- Demasiado caliente.
Salió de casa con sesenta euros en el bolsillo, lo justo para pagar por los servicios mentales recibidos. Estar tocado de la cabeza y querer solucionarlo sale jodidamente caro.

Hasta consulta le separaban unos dos kilómetros. Demasiados para ir andando. Prefirió ir en autobús y mezclarse con la fauna barriobajera. Esta vez le acompañaron en su trayecto: un viejo sordo (a juzgar por el volumen de su transistor), una madre fea con su hija y el aparato corrector dental de ésta (que hacía agitar la bilis de Spaski cuando la niña sonreía), una señora de unos cien kilos que ocupaba dos asientos y un joven con gorra que intentaba, sin éxito, ocultar su rostro repleto de granos.

Llegó por fin a su parada y tras guiñar un ojo a la gorda, se apeó del autobús. Se dirigió con firmeza hacia la consulta, donde le esperaba, como cada lunes a las 20.15, Ana.

Ana tiene veintiocho años, es rubia, de ojos dorados (a Spaski le recuerdan al color de la cerveza, algo que le excita aún más), de largas y macizas piernas, y de esbelto cuerpo. Destaca, por encima de todo su físico, sus firmes y jugosos pechos, que se dejan entrever con sus camisas escotadas, tras la bata blanca. Una bata que cubre también sus cortas faldas y permite observar las piernas jóvenes y trabajadas de Ana, estilizadas aún más con sus tacones.

Spaski tenía una teoría acerca de las mujeres. Existen mujeres en las que te fijas y mujeres en las que no. Obviando al segundo grupo, no hay tantos atributos por los que centrar la atención sobre una bella fémina. Es más, para Spaski, solo existen dos: las piernas y las tetas. Y ambas son independientes y no suelen estar correlacionadas. Claro que cuando conoció a Ana su teoría se fue al traste. ¿Otro motivo más para abonar sesenta euros?

- ¡Hola Spaski! ¿Cómo te encuentras hoy?
- Excitado, como de costumbre, Ana.
- Túmbate, comenzaremos con la sesión. ¿Has vuelto a tener sueños recurrentes con tus familiares?
- Sí Ana, hoy mismo he soñado con mi prima.
- ¿Otra vez?
- Sí, ¿hay algo de malo en ello?
- Según, ¿qué tipo de sueño era?
- Pues, no sé. No sabía que existían tipos de sueños. Yo siempre sueño cosas muy parecidas, ya sabes: sexo, drogas y …
- ¿Rock & Roll?
- Oh no Ana, no me gusta el Rock & Roll, bueno, no lo suficiente como para que ocupe un lugar en mis sueños.
- ¿Crees que lo que aparece en tu subconsciente por las noches es lo que realmente te importa en esta vida?
- Nunca me lo había preguntado Ana, pero es posible. También tengo otro sueño que aparece muy a menudo, nada que ver con el sexo y las drogas. Aparezco en medio de una gran calle como pidiendo limosna. Sentado en el suelo, con un cartel que pone: “Adelante, se permite soñar” Y la gente pasa a mi lado, casi todos me ignoran. Alguno me mira, ojea el cartel y me vuelve a mirar. No saben que hacer.
- ¿Te hablan?
- Qué va, nadie me habla, Sólo me miran, algunos me lanzan monedas, pero yo no las quiero. La gente sigue andando.
- ¿Hacia donde crees que va esa gente, Spaski?
- Ni puta idea. Supongo que a lugares de mierda, para gente de mierda. Algunos irán a trabajar: ocho horas diarias a cuatro pavos la hora. Eso con suerte. Otros quieren llegar cuanto antes a sus casas, con sus muebles del Ikea y sus pantallas extraplanas para ver el fútbol. También los hay que andan despacio, como si no quisieran encontrarse con lo que les espera.
- ¿Y qué crees que significa todo esto Spaski?
- Pues no lo se, esperaba que me lo dijeras tú. Creo que por sesenta euros podrías al menos esgrimir una explicación a toda esta mierda, o, al menos, enseñarme una teta.
- Veo que no eres capaz de reprimir tus impulsos sexuales Spaski. Tienes demasiadas expresiones libidinosas para con tu exterior. Debemos trabajar sobre ese asunto. Pero lo dejaremos para la próxima sesión. Esta ya ha acabado.
- ¿Ya llevamos una hora? Está bien, toma tu dinero.

Spaski vuelvió a tomar el autobús con una ligera elevación de su miembro viril. Todos los hombres saben que es complicado andar disimulando una erección, pero esta vez el trabajo se le agilizó cuando se topó con otra gorda en su viaje de vuelta. ¿Por qué siempre hay rollizas mujeres en los autobuses urbanos?

Llegó a su casa y abrió de golpe dos latas de cerveza. Eran las 21.39. Una la vertió rápidamente sobre un alargado vaso. Mientras esperaba a que se asentara y que la espuma se tranquilizara, bebió a morro la otra.

Abrió un libro de Howard Phillips Lovecraft, enciendió su minicadena y contundentes bombos empezaron a tronar la habitación.

- ¡Qué te jodan cachas!

lunes, 2 de mayo de 2011

Soledad

Spaski blande su cuerpo de la cama. Está azorado y confuso. No durmió del todo bien anoche – vete a saber por qué - y ahora arrastra las secuelas del ambiguo insomnio.

Llega a la cocina y abre la puerta de la nevera. Ojea entre legañas su interior, percatándose del vacío que la ocupa. La cierra.

Se desplaza nuevamente hasta su habitación. Se postra sobre una cama a medio hacer. Cierra los ojos intentando conciliar algo de sueño. Ardua tarea para una mañana tan aciaga. Vomita encima de las sábanas. Huele a miedo y soledad.

Transita entre los rincones de su hogar para hacer languidecer sus huesos en la alcoba contigua. Enciende el televisor. Hay un mago haciendo desaparecer un conejo de su chistera. Es un hermoso espectáculo. Spaski lo contempla embelesado.

Así es la vida, sin saber por qué hacemos desaparecer conejos blancos de nuestras chisteras.