jueves, 2 de febrero de 2012

Un cuento de amor

El 26 de Octubre de 1955 amaneció gélido, como venía siendo habitual desde que había entrado el otoño. Las temperaturas estaban siendo asombrosamente bajas durante la mitad de ese mes y, cinco días antes, en la madrugada del 21 de Octubre, había caído una viva nevada. Luisa no recordaba en sus cincuenta y nueve años de existencia haber visto caer copos blancos y gordos del cielo tan pronto. Las precipitaciones sólidas y pálida solían ser habituales en Soria, intensas y fuertes, pero bien entrado el invierno, nunca en el mes de Octubre.
Una fina pero compacta capa de escarcha cubría gran parte del pavimento de la ciudad. El sol no brillaba aún, y las nubes habían acampado allá arriba y no parecía que tuvieran intención de marcharse pronto. La niebla había acudido con firmeza, tal vez para ayudar a Luisa. La visión de aquel paisaje, uniformado y angelical, virgen, de una pureza casi mística, encandilaba a Luisa que avanzaba pasito a pasito, muy despacio, con sumo cuidado, midiendo cautelosamente sus pasos y sin quitar la mirada del deslizante suelo, para no resbalar en un despiste o en un mala pisada.
Enfundada en cuatro capas distintas (camiseta interior, blusa, jersey de lana y abrigo), ataviada con una bufanda gorda y regiamente oscura, con todos sus músculos entumecidos, se dirigía dubitativamente hacia la estación central. No era la primera vez que lo hacía, pero sí desde luego a estas horas tan tempranas del día. Aquello le proporcionaba una enorme ventaja: era difícil que pudiera ser vista por alguien, pero también le otorgaba mayor inquietud al asunto; en caso de ser descubierta, irremediablemente iba a levantar sospechas. ¿Qué hacía Luisa a esas horas, en un día tan frío, sola por la calle? Hizo un amago de dar la vuelta, al fin y al cabo aquello era una locura, pero armándose de valor, santiguándose tres veces y apresurando el paso, siguió su camino emprendido e intentó alejar de su mente aquellas perniciosas cavilaciones.

Llegó a la estación antes de lo que esperaba. Debía de haber calculado mal el tiempo y eso la puso aún más nerviosa. ¿Qué iba hacer ahora? Esperar, no quedaba otra. Luisa se mordía las uñas y miraba recelosamente en todas direcciones. Se acordó de aquella mañana, hacía cinco días, en la que, dolorida y con resaca, abrió su ventana para ver el blanco manto que cubría su pequeño jardín. Recordó la tarde lluviosa en la que tropezó con Juan, el carnicero, y alguien por fin le regaló una sonrisa. Vislumbró en sus pensamientos a su madre - aún podía oler su perfume - y cómo se había desvivido durante años para mantener a las dos a flote, rezó otra oración por su padre, y maldijo su suerte y su desdichado destino; se santiguó nuevamente tres veces. Habían sido muchas tardes de psiquiatra, muchas – demasiadas - noches de gritos ahogados y llantos silenciosos.

El primer tren de la mañana hizo su aparición en la estación central de Soria. Era todavía muy temprano (6.35 am) y ese primer ferrocarril, compuesto por el convoy principal donde estaba el conductor y cuatro vagones anexos más, no admitía pasajeros. Paraba allí, proveniente de la terminal matriz, simplemente para recoger a los trabajadores que debían adecentar aquellos vagones y dejarlo todo preparado y listo para iniciar la ruta diaria a las siete en punto de la mañana. Tras un intenso ruido, “deberían revisar los frenos” pensó Luisa, aquella vieja locomotora, grasienta y llena de mierda, estacionó en el andén. Del primer vagón de la oruga, se apeó el marido de Luisa.
Allí estaba Santiago, se le podía dilucidar entre la ya fina niebla que aún pululaba por la atmósfera soriana aquella mañana del 25 de Octubre de 1955. Vestía su mono de trabajo, azul oscuro moteado del negro alquitrán que rezumaba por todas las estaciones. Exhalaba el olor que le había acompañado durante más de treinta y dos años: whisky, cigarrillos y vaginas baratas. Luisa volvió a pensar en Juan, en aquella cena del 15 de Septiembre a la luz de las velas, cuando empezó todo. Con ojos acuosos evocó aquella escena como si la estuviera viviendo otra vez. Aquella noche le contó cosas que no había confesado ni a su psiquiatra. Se sintió mujer otra vez. La felicidad debería ser algo parecido a aquello.
Anduvo entre la niebla hasta que estuvo a escasos dos metros de Santiago. Entre las capas que cubrían a Luisa, casi momificada, y lo borracho que estaba su marido, éste ni la reconoció. Sacó un cuchillo de deshuesar y le asestó dos certeras puñaladas, una a la altura del corazón y otra algo más abajo, sobre la boca del estómago.
Arrojó la enorme arma homicida ensangrentada a las vías del tren. Todavía quedaban unos veinte minutos para que aquello se llenara de gente. Luisa salió de la estación, anduvo tranquila, pisando con precisión y determinación sobre el helado territorio, se santiguó tres veces y entró en el primer bar con el que se topó, dispuesta a disfrutar de un café con leche caliente.
En ese momento el sol empezó a brillar, el muy sinvergüenza.

4 comentarios:

  1. Digamos que, con ese detallito final, fue el crimen perfecto.

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  2. Muy buen relato con un final inesperado y bien relatado.
    Saludos y un abrazo.

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  3. Muy bueno coleguita, me ha enganchado desde el principio.

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  4. Jajaja, si lo hubiera leído antes te diría que es perfecto para esa pantomima de San Valentín!

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