Víctor Ivlanovich no era lo que se dice una
persona corriente, de esas que tienen familia, algunos amigos y pasean o van al
cine los domingos. Víctor no era así. Él más bien era esquivo a cualquier
contacto social. Rehuía con vehemencia los escasos amagos de conversación que
se le presentaban y mantenía una actitud impertérrita, casi enfermiza, de
soledad algo esquizoide. Los pocos individuos que le conocían guardaban ante él
un semblante respetuoso, un gesto arcaico y estupefacto. La misma expresión que
se tiene ante algo extraño, desconocido e inquietante. Más que respeto, lo que
Víctor Ivlanovich infundaba era miedo. Se
podría decir que, más que miedo, era pavor. Él no respondía ante aquellas
miradas huidizas y soslayas porque el rostro de Víctor era el de un ser
carcomido. Sus ojos se perdían en el infinito, sin posarlos sobre nada o nadie
en concreto; simplemente miraban hacia el vacío eterno y allí se quedaban. Su
pelo rizado, estaba grasiento y poblado de caspa. Su mentón prominente
resaltaba aún más las facciones de su rostro, acentuaba sus pómulos hundidos,
como dos enormes cráteres. La cara de Víctor Ivlanovich parecía una calavera. Se
podría decir que era una calavera. Era el rostro de la muerte.
A Víctor no le gustaba nada de su alrededor.
En el trabajo, sólo unos pocos tenían conciencia de su existencia y, por
supuesto, nadie era su amigo; ni siquiera se consideraban compañeros suyos. Su
excéntrica manía solitaria le había llevado a perder toda comunicación con su
familia y hacía años que no sabía de ellos. Sólo de un tío suyo, que al parecer
se “enriqueció sabiendo adaptarse a los
nuevos tiempos”, así lo leyó en una entrevista a doble página con foto
incluida en el “Rossiyskaya Gazetta” haría ya un par de años.
Tampoco se gustaba él mismo. Su estado físico
era deplorable, ruinoso, totalmente descuidado; emanaba un constante hedor
putrefacto. Una noche, en un arrebato alcohólico, había quitado todos los
espejos de su rancio apartamento, situado en la cuarta planta de un viejo
edificio de pisos, porque odiaba verse reflejado en ellos y se había hecho así
mismo la férrea promesa de no volver a mirarse en uno nunca más. Promesa por lo
demás, fácil de cumplir en una ciudad como Moscú donde todo es gris y la
atmosfera está atravesada por un aire plomizo que asfixia todos los sueños. A
pesar de que venía eyaculando una media de dos o tres veces al día, no mantenía
relaciones sexuales con mujeres desde
hacía, exactamente, cuatro años y diez meses, como quedaba religiosamente
reflejado en su cuaderno de notas.
El cuaderno de notas era lo más preciado que
Víctor poseía. Era un santuario sagrado para él, un tótem místico, donde
registraba todas las noches a las once en punto todo lo que le había sucedido
por el día. Generalmente bastaba con un par de párrafos donde se indicaba la
hora de entrada a la fábrica, la hora de salida y qué tipo de almuerzo había
ingerido. Había, pocas veces, alguna anotación al margen, alguna salida fuera
de lo normal, del tipo “hoy casi me veo reflejado en un cristal” o “los
compañeros cuchichean cuando paso a su lado” que aumentaban las líneas de su
preciso diario.
La noche del 18 de Mayo, a las once en punto,
como venía haciendo todos los días desde hacía ya mucho tiempo, Víctor se
disponía a escribir lo sucedido durante las horas previas. No había sido un día
extraordinario, a decir verdad ninguno lo era en su vida. Cuando apuntaba “plato
de jamón con guisantes” empezó a oír voces. Fue a buscar el origen de las
mismas, no sin antes armarse con una sucia y maloliente escoba. Tras dar una
vuelta por las habitaciones contiguas a la salita diose cuenta de que aquellas
voces no provenían de nadie, pero era muy raro, porque las seguía oyendo. Se quedó
quieto y cerró con fuerza los ojos, agudizando al máximo la escucha. Las voces
seguían allí, eran familiares, le decían algo indescifrable.
Totalmente aturdido y algo exhausto, se
dirigió hacia su habitación y una vez allí abrió la pequeña ventana. Un halo
helado se apoderó del recinto, el espíritu de Moscú invadió la habitación, convirtiéndola,
más si cabe, en un sitio degradante y agónico.
Asomó la cabeza por el resquicio del ventanal
y, preguntó a la gente que paseaba por la noche de Moscú:
-
¿NO LO OÍS? ¿NO LO OÍS?
Desde abajo, la gente se giraba con el rostro
absorto y, tras divisar a Víctor, giraban rápidamente y huían veloces calle
arriba.
Lo primero que hizo Víctor Ivlanovich cuando
se despertó el 19 de Mayo fue levantarse y cerrar la ventana. Sin saber cómo ni
por qué se la había dejado la noche anterior abierta y ahora un ambiente gélido
se apoderaba de la habitación. Hacía un frío brutal allí dentro, sin embargo,
Víctor no tiritaba, ni siquiera sentía el frío.
Se dirigió hacia su trabajo, pero algo raro
ocurría aquel día. Las calles de Moscú estaban desiertas, no había nadie por
allí y el aire, otrora gris y pesado, era hoy de un blanco puro y celestial.
Igualmente extraño era lo que sucedía dentro
de la fábrica. Sólo estaba Víctor, no había nadie más allí, y las máquinas ya
no chorreaban grasa y chirriaban, estaban limpias y parecían recién compradas.
Incluso el propio Víctor ya no olía mal. Aún con todo, nuestro amigo cumplió
escrupulosamente su horario y al terminar guardó sus bártulos y volvió hacia su
viejo y sucio apartamento, ahora limpio y con la fachada reluciente. Todo
parecía del revés aquel 19 de Mayo.
Disfrutó Víctor de toda aquella limpieza, de
todo aquel orden, incluso sintió la necesidad de mirarse en algún espejo, quizá
también su rostro había cambiado a mejor. A las once en punto se sentó en su
sillón de la salita y se dispuso a escribir lo acontecido aquel día. Sin duda
iba a tener que innovar para reflejar todo lo que le había sucedido. Pero, al
abrir el cuaderno y empezar a anotar la fecha, se sorprendió por las notas,
descolocadas, a trazos enormes y gordos, casi garabateando la hoja anterior con
fecha 18 de Mayo. Allí se podía leer:
Я хочу
сбежать, я летать
No hay comentarios:
Publicar un comentario